Una de las consecuencias más asombrosas (y más desconocidas) de la teoría de la evolución es el hecho de que gran parte de nuestras características actuales tanto físicas como mentales son consecuencia de los detalles de hechos acontecidos hace miles o incluso millones de años. Por ejemplo hemos heredado gran parte del comportamiento de los simios: somos una especie que nos gusta disponer de un pequeño territorio propio, relacionarnos en grupos pequeños y en un entorno patriarcal y algunas veces ejercemos la violencia contra los individuos pertenecientes a otros grupos. Esto podría
explicar por qué el modelo del patrimonio común no funciona en nuestras sociedades, por qué nos gusta pertenecer a grupos pequeños (unidos por el fútbol, la música, etc) y por qué los hombres ejercen la violencia contra miembros de otros grupos y es tan difícil erradicar este comportamiento general.
Sin embargo, los seres humanos somos también diferentes a todas las demás especies, tenemos una consciencia individual y social que nos ha permitido desarrollar una serie de comportamientos únicos que no posee ninguna otra especie animal. Estos comportamientos humanos también han derivado en una serie de habilidades exclusivamente humanas como la capacidad de llorar o la capacidad de ruborizarse. El objetivo del llanto parece claro: exteriorizar de forma explícita a los demás un sentimiento de tristeza o emoción muy intenso (los otros animales solo usan las lágrimas para limpiar el ojo). El llanto tiene como finalidad hacer ver a los demás nuestro estado de ánimo alterado de forma que ellos puedan interactuar de forma socialmente correcta con nosotros y también producir en los demás un sentimiento de solidaridad y una tendencia al consuelo . Sin, embargo, ¿cual es el la finalidad de la capacidad de enrojecer de forma visible nuestro rostro?
En los seres humanos existe una continua batalla entre la mente emocional e inconsciente y la mente racional consciente. Las emociones juegan un papel
fundamental en nuestro comportamiento, de forma que, incluso la decisión que consideramos más racional está impregnada de nuestras emociones. Las emociones hacen posible el intercambio social, sin ellas cualquier tipo de relación social sería imposible ¿Por que voy a confiar en alguien si lo más probable es que me engañe? ¿Por que voy a casarme? ¿Por que voy a cuidar a mi pareja enferma si lo más racional es buscar otra sana? La reciprocidad social existe gracias a una emoción exclusivamente humana: la sensación de vergüenza y culpabilidad. En los primeros intercambios sociales esta emoción juega un papel determinante: yo confío en ti y te ayudo (o coopero contigo) por que se que en un futuro harás algo similar por mi y no me traicionarás, porque si lo haces, serás castigado con un fuerte sentimiento de culpabilidad y vergüenza. En estos primeros intercambios sociales sería pues fundamental identificar a las personas con mayor sentimiento de culpabilidad (ya que serían las que mayor confianza darían al afrontar un intercambio social) y lo que es incluso más importante: había que identificar y castigar a los mentirosos y traidores. Aquí es donde se puede adivinar la función de la capacidad (involuntaria) de enrojecer
la piel de la cara: en un grupo de personas implicadas en un intercambio social es fácil identificar al traidor o mentiroso fijándose en color de sus mejillas, la sensación de vergüenza y/o culpabilidad es más difícil de esconder gracias a este mecanismo. Reconocer de esta forma públicamente que uno se siente avergonzado y arrepentido de haber traicionado el pacto de cooperación puede además apaciguar las represalias y los actos de venganza hacia el traidor: siempre es más difícil castigar a alguien que ha reconocido su culpa públicamente que a alguien que ha escondido su traición de forma continuada. Esta es probablemente la hipótesis más aceptada sobre la función del acto de sonrojarse.
Fuentes: ¿Qué nos hace humanos? Michael S. Gazzaniga, 2008
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